sábado, 6 de diciembre de 2008

Qué queda del estructuralismo

(apareció en revista Ñ,06-12-08 y lo envió Marcela Bazterrica)


Fue sin duda la corriente de pensamiento de mayor peso en el siglo XX. Después de la experiencia de Claude Lévi-Strauss con las tribus amazónicas, en los 30, plasmada en Tristes trópicos, se expandió desde la antropología a la filosofía, la crítica literaria, la filosofía, la psiquiatría, en busca del funcionamiento de la cultura toda. Cuestionado luego, es imposible no seguir debatiéndolo. Opinan José Pablo Feinmann y Eliseo Verón.

Por: Marcelo Pisarro



EL ESTRUCTURALISMO invadió todas las disciplinas y el fin de siglo lo puso en tela de juicio en un debate que no cesa.
Suponiendo que Claude Lévi-Strauss no hubiese hecho otra cosa que escribir Tristes trópicos , su libro de 1955, su obra seguiría estando a mil años luz que la de cualquier otro antropólogo. Y Tristes trópicos ni siquiera es un libro de antropología en sentido estricto. En todo lo que ese libro exige, en todo lo que ese libro sabe que no obtendrá, se encuentra la espina que el estructuralismo –como método científico, corriente de pensamiento, como afirmación política y posibilidad estética– dejó clavada en el corazón del siglo XX: no la duda sobre si el saber occidental será capaz de responder las preguntas acerca de la naturaleza humana, sino la sospecha de que probablemente no valga la pena.

Tristes trópicos es el relato de un antropólogo que, a mediados de la década de 1930, deja su acomodada vida académica en Francia y llega a la selva amazónica en busca de su objeto de estudio soñado: "Una sociedad humana reducida a su expresión básica". Va detrás del gran premio, el equivalente del arqueólogo que gana la carrera por ser el primero en abrir la tumba de un gran faraón: el momento en que una sociedad que se creía completa, cerrada y autosuficiente, descubre que no es nada de todo eso. Lo que Lévi-Strauss encuentra, en cambio, es el producto del colonialismo, la transformación de los antiguos salvajes en aguas residuales del progreso industrial europeo. Encuentra basura, pobreza, excremento, barro. "La mugre, nuestra mugre que hemos arrojado al rostro de la humanidad".

El antropólogo no se resigna. Penetra más y más en la selva. Quiere localizar, dice, esa sociedad que todavía no fue contaminada por la civilización europea. Por la mugre. Finalmente, cerca de la frontera con Bolivia, se topa con los tupi-kawahib: salvajes, impolutos, el sueño de Rousseau y de Durkheim. Sin embargo, por más que lo intenta, no consigue comunicarse con ellos. No se entienden. No hablan la misma lengua. "Estaban realmente dispuestos a enseñarme sus costumbres y creencias, pero yo nada sabía de su lengua. Estaban tan cerca de mí como una imagen vista en un espejo. Los podía tocar pero no podía entenderlos. Allí tuve mi recompensa y al mismo tiempo mi castigo, pues, ¿no consistía mi error, y el de mi profesión, en creer que los hombres no son siempre hombres? ¿En pensar que algunos merecen más nuestro interés y atención porque en sus maneras hay algo que nos asombra?".

Lévi-Strauss regresa a Francia. Ahora lo sabe: la condición para volver inteligible a ese otro lejano y exótico es que la mugre ya lo haya manchado. El precio que se paga por conocer es deambular entre ruinas: los primitivos, los salvajes, son también parte del fango de la modernidad.

El antropólogo no se resigna tampoco ahora. Hay otra opción. En lugar de merodear en tribus lejanas, de regodearse en su extrañeza, de lamentarse al ver en qué los hemos convertido, es posible construir un modelo teórico de sociedad que abarque a ésa y a todas las sociedades primitivas. El espíritu humano es el mismo en todos lados. Lo que prima es el intento de llevar orden al caos, de ordenar un universo desordenado. Hay un todo establecido, coherente. Un número limitado de estructuras que se repiten una y otra vez. Un sistema. Valiéndose de la matemática, la lingüística, la cibernética, las ciencias del signo, es posible reconstruir esas estructuras, bosquejar una suerte de tabla periódica con los elementos que conforman esas sociedades. Los mitos, las leyendas, los dialectos, los bailes, los tatuajes, son accidentes, contingencias. Lo que importa es la estructura, lo que subyace: el estudio del pensamiento humano a través de una ciencia formalista, taxonómica, universal, abstracta.

A mediados del siglo XX, con los hornos de Auschwitz todavía calientes y las luchas por la descolonización estallando alrededor del mundo, el estructuralismo se propuso la empresa más grandiosa jamás imaginada: comprender cómo funciona la mente humana. Y Lévi-Strauss hizo escuela.

La contradicción que el estructuralismo guarda en su seno, la contradicción que enterró en el corazón del siglo XX, radica en que el mayor intento colectivo por convertir a las ciencias humanas en una gran ciencia positiva universal es producto de la búsqueda de redención personal de un solo hombre. Y para lograrlo, explicó décadas después el antropólogo Clifford Geertz, este hombre creó una máquina infernal de la cultura, que aniquilaba la historia y lo engullía todo a su paso. Lévi-Strauss logró construir un modelo teórico, político, estético, que satisfacía su búsqueda personal: entender a los hombres sin conocerlos, conseguir una aproximación intelectual y mantener la distancia física. "Odio los viajes y a los exploradores", así empezaba Tristes trópicos . Bastó esa línea, y Lévi-Strauss ya estaba a mil años luz.

El advenimiento del estructuralismo, escribió Geertz, fue ante todo un logro retórico: el discurso que Lévi-Strauss inventó para los hechos curiosos que describía o para sus curiosas explicaciones de estos hechos curiosos. "Lo que consiguió cambiar la mentalidad de la época, como ninguno de esos elementos lo hubiera logrado antes, fue la sensación de que había aparecido un nuevo lenguaje en el que todo, desde la moda femenina, como en El sistema de la moda de Roland Barthes, hasta la neurología, como The quest for mind de Howard Gardner, podía discutirse y analizarse de una manera útil. Fue toda una serie de términos (signo, código, transformación, oposición, intercambio, comunicación, metáfora, metonimia, mito... estructura), tomados en préstamo y reelaborados tanto a partir del léxico de la ciencia como del arte, los que sirvieron para definir la empresa de Lévi-Strauss, más allá del limitado interés que muchos pudieran tener en el sistema de secciones australiano o la configuración de las aldeas bororo".

A mediados de siglo, el lenguaje, o el método, o las hipótesis, o el modelo, o lo que fuese que ese antropólogo francés estuviese diciendo en nombre del estructuralismo, se extendió hacia otras disciplinas. Pocos, muy pocos, se definieron como "estructuralistas", pero de pronto en lingüística, psiquiatría, historia, política, sociología, semiología, matemática, filosofía, literatura, biología, y más, el estructuralismo permitía decir cosas que hasta ese momento no habían sido dichas: permitía, parafraseando una definición ya clásica de Lévi-Strauss, generar buenas categorías para pensar.

Y sin embargo nadie sabe con certeza qué es, o qué fue, el estructuralismo. En general las definiciones, más allá de algunos lugares comunes (su antihumanismo, su objetivismo, sus oposiciones dicotómicas binarias que lo explican todo: alto-bajo, derecha-izquierda, crudo-cocido, significado-significante), parecen chocarse entre sí y no arribar a ningún puerto. "Digámoslo francamente –escribió el filósofo François Wahl en 1968, en la introducción de un libro de Dan Sperber llamado ¿ Qué es el estructuralismo? –. Cuando se nos pregunta acerca del estructuralismo, no comprendemos la mayoría de las veces acerca de qué se nos quiere hablar".

El estructuralismo no nació con Lévi-Strauss. Su fundación, simbólica, se remonta a 1916, cuando se publicó la obra póstuma de Ferdinand de Saussure, el Curso de lingüística general . Pero en el trayecto que va desde el Curso de lingüística general hasta la edición de los cuatro tomos de las Mitológicas de Lévi-Strauss (entre 1964 y 1971), el estructuralismo pareció haber mutado como en esas películas de la RKO en las que una pequeña lagartija se metía donde no debía, recibía algún tipo de radiación y se convertía en un monstruo gigante y deforme que pisoteaba todo lo que encontraba a su paso. El estructuralismo, para entonces, era Godzilla.

Bajo la etiqueta de estructuralismo podía ponerse casi todo, pues casi todo parecía haber sido tocado por el estructuralismo. Sea para abrazarlo, rechazarlo, ignorarlo, adecuarlo, criticarlo, superarlo o revisitarlo, el estructuralismo parece ser la corriente de pensamiento endémica del siglo XX. Emerge con diferentes rostros en diferentes lugares, y cuando parece erradicado vuelve a florecer en una nueva cepa. Lo que sigue es tan obvio que produce sarpullido, pero para que exista, por ejemplo, un posestructuralismo (para que pueda fijarse como corriente intelectual o como estilo de época que atraviesa objetos culturales de diferentes géneros, para que pueda establecer sus límites, deudas, rupturas y continuidades) debe existir un estructuralismo: debe continuar siendo aquello con lo que se dialoga. De una manera u otra, agrade más o menos la conversación, el estructuralismo sigue siendo un interlocutor inevitable.

En 1987, en L a derrota del pensamiento , Alain Finkielkraut relataba cómo había sucedido todo eso, cómo el estructuralismo se había adueñado de la vida académica y política de posguerra, cómo Lévi-Strauss se había convertido en –vaya– un héroe. Veinte años más tarde todavía sigue siendo una historia válida, una historia que puede pasar por cierta.

El comienzo de la historia que Finkielkraut estaba contando podía situarse en noviembre de 1945, cuando se realizó el acto constitutivo de la UNESCO: un nuevo intento por llevar la luz de la razón a la oscuridad que todavía crepitaba en los hornos de Belsen. Sacar a la Humanidad de las tinieblas; impedir que el fanatismo, el totalitarismo y la ignorancia volvieran a idiotizar al Hombre... Momento, momento. ¿Qué hombre? ¿El hombre del existencialismo sartreano, que por entonces seducía a propios y extraños? ¿El hombre del iluminismo? ¿Qué hombre?

En 1951 Lévi-Strauss presentó un trabajo escrito por encargo de la UNESCO: Raza e historia . Una parte del texto apuntaba hacia el lugar esperado: el concepto de "raza". Las diferencias entre grupos humanos, escribió, obedecen "a circunstancias geográficas, históricas y sociológicas, no a aptitudes vinculadas a la constitución anatómica o fisiológica de los negros, de los amarillos o de los blancos". Todos de acuerdo, aplausos.

Pero cuidado, agregó Lévi-Strauss, y cuando Finkielkraut lo relataba, treinta y cinco años más tarde, uno podía percibir la emoción en su voz: no basta con quitarse de encima la predestinación biológica, también hay que rechazar la jerarquización de las diferencias culturales. La época de la que intentaba salirse, creía Lévi-Strauss, estaba marcada tanto por el totalitarismo como por el colonialismo: la mugre, nuestra mugre. Los filósofos iluministas, en el siglo XVIII, habían caído en la trampa. Hablaron en nombre de la Humanidad parados en el que suponían último estadio de desarrollo moral, tecnológico, científico, el final de una única línea de progreso humano. Casi dos siglos después, los fundadores de la UNESCO se aprestaban a hacer lo mismo.

"En el momento en que la UNESCO se propone abordar un nuevo capítulo de la historia humana –escribió Finkielkraut–, Lévi-Strauss recuerda, en nombre de su disciplina, que la era de la que se trata de salir está tan marcada por la guerra como por la colonización, tanto por la afirmación nazi de una jerarquía natural entre los seres como por la soberbia de Occidente, tanto por el delirio biológico como por la megalomanía del progreso". La crítica de la superioridad racial debe combinarse con la crítica de la superioridad cultural. No hay una sola civilización, propone Lévi-Strauss; hay culturas, muchas, en plural. "Lévi-Strauss se apropia de la solemne ambición de los fundadores de la UNESCO –iluminar a la humanidad para conjurar los peligros de la regresión a la barbarie–, pero la dirige contra la filosofía a la que éstos rinden pleitesía", seguía Finkielkraut. "El objetivo sigue siendo el mismo: destruir el prejuicio, pero, para conseguirlo, ya no se trata de abrir a los demás a la razón, sino de abrirse uno mismo a la razón de los demás".

Se esparció como una mancha de brea. Imitando el ejemplo de la antropología estructuralista, las ciencias humanas comenzaron una cacería del etnocentrismo, una denuncia de todas las formas en que –en nombre de un humanismo universalista, vago, metafísico– Occidente hacía prevalecer su dominio pasado y presente. Los historiadores rompieron la línea del tiempo, trastocaron su continuidad; los sociólogos combinaron el marxismo con la etnología estructuralista: en todas las sociedades hay división de clases (decían con Marx), y en cada clase hay un universo simbólico distinto y equivalente (decían con Lévi-Strauss). Los lingüistas encontraron las mismas estructuras narrativas en las "grandes novelas" y en los "cuentos populares"; todas las teorías de la descolonización usaron el mismo sonsonete: ni las sociedades ni las personas crean de manera absoluta, sólo se limitan a elegir determinadas combinaciones; no hay dos culturas que sean iguales, pero todas parten de la misma actividad combinatoria y no pueden ser jerarquizadas.

La bola de nieve no se detuvo. Noam Chomsky, Roland Barthes, Jacques Derrida, Jacques Lacan, Umberto Eco, Jean Piaget, Thomas Kuhn, Michel Foucault, Louis Althusser o Julia Kristeva, por nombrar poco y atropellado, llevaron el estructuralismo a sus respectivas disciplinas. Godzilla, sí. Parecía imparable, y pronto llegó el ejército a hacerle frente, con los tanques de guerra y todo. Pero ya había comentado Nietzsche qué pasa cuando uno combate contra monstruos. No es que el estructuralismo, o Lévi-Strauss, hayan estado exentos de críticas. Al contrario. Muchos filósofos acusaron al estructuralismo de ser demasiado cientificista y muchos científicos lo acusaron de ser demasiado filosófico. Se dijo que Lévi-Strauss era un mago: que encontraba estructuras por todos lados, que las sacaba de su galera mágica junto con conejos y ramos de flores. Se le imputó plantear preguntas y no responderlas; mezclar azarosamente cualquier cosa que se le cruzara; no hacer suficiente trabajo de campo; hacer demasiado trabajo de campo; usar demasiada información; usar muy poca información; usar información desactualizada; ser demasiado positivista; ser demasiado poético; ignorar la historia; ignorar a los individuos; ser demasiado determinista; tomar un montón de temas complicados y volverlos imposibles. Las versiones más "duras" del estructuralismo se han vuelto obsoletas, o al menos no gozan del acuerdo que gozaron hasta fines de la década de 1960. Gran parte de sus hipótesis (o métodos, o discursos, o... lo que sea) fueron retomadas por las corrientes posestructuralistas, posmodernas, deconstructivistas, constructivistas, etc. Otras fueron descartadas, y muchas otras se volvieron parte de agendas políticas y sociales, parte del sentido común, de la embrutecida cotidianeidad de los hechos de todos los días.

"En disciplinas como la nuestra –escribió Lévi-Strauss en la Obertura de Mitológicas . Lo crudo y lo cocido –, el saber científico avanza a paso inseguro, bajo el látigo de la contención y la duda. Deja a la metafísica la impaciencia del todo o nada. Para validar nuestra empresa no es preciso a nuestros ojos que esté asegurada de disfrutar, durante años y hasta en sus menores detalles, de una presunción de verdad. Basta que se le reconozca el modesto mérito de haber dejado un problema difícil en estado menos malo que como se lo encontró".

Suponiendo que Claude Lévi-Strauss no hubiese hecho otra cosa que escribir Tristes trópicos , su libro de 1955, su obra seguiría estando a mil años luz que la de cualquier otro antropólogo. Si la historia que estuvimos contando es correcta, si el estructuralismo comenzó con el intento de un solo hombre por expiar las culpas por lo que Occidente había hecho con las sociedades no occidentales, y terminó en el mayor intento colectivo por entender cómo funciona la mente humana, ni una exigencia ni la otra fueron satisfechas.

Ese es el secreto que encierra Tristes trópicos : que el precio por conocer es la destrucción de aquello que busca conocerse. "Nunca más, en ninguna parte, volveré a sentirme en casa", se lee allí, sólo para pasar un par de páginas y encontrarse con una cita de Pascal: "Nada nos puede consolar, cuando lo pensamos detenidamente". En todo lo que ese libro exige y en lo que sabe que no obtendrá, se encuentra la espina que el estructuralismo dejó clavada en el corazón del siglo XX: "¿Para qué sirve actuar, si el pensamiento que guía la acción conduce al descubrimiento de la ausencia de sentido?". Es lo que Lévi-Strauss, hace setenta años, intuyó que no sería capaz de responder.